Mis seis vinos del mes, seis veces Don Melchor
- Michelle Morales
- 27 ago
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 28 ago
Bogotá, Colombia. Desde que lo probé por primera vez hace unos veinte años mal contados, me fascinó. No tuve ni un reparo, todo en él me agradó: desde su potencia hasta la sedosidad con la que bajaba por mi boca. Don Melchor ha estado desde entonces en el Top 5 de mis vinos favoritos y hace pocos días lo pude ratificar. Me regalaron una botella de la cosecha 1988 y no tardé en convocar a unos amigos a Pajares Salinas (el mejor restaurante de cocina clásica española de Bogotá) para descorcharla.

Empezamos bien; el corcho salió casi intacto gracias a que la botella había estado muy bien almacenada durante esos casi cuarenta años y, ¿cómo no?, a las habilidades y “gadgets” de Juan García, el sommelier que nos atendió.
Una vez abierto, lo dejamos respirar, pero antes de servirle a los invitados, mi colega y yo le hicimos una primera inspección: ¡el vino estaba vivo! Conservaba su brío y energía. La dicha que sentimos fue total, solo nos preocupó una nota medicinal en nariz, la cual afortunadamente se evaporó en cuanto servimos el vino en las copas.
Mis acompañantes, si bien se declaran amantes del vino, no son profesionales en la materia, lo que resultó ser una delicia ya que pude tomar sin pensar (o hablar del vino) y enfocarme simplemente en descubrir si un vino con todos esos años encima nos gustaba o no. Lo que sucedió fue mágico: amateurs y profesionales, incluido Juan, a quien le serví un buen copón, quedamos estupefactos. Si esto era vino, todo lo demás que bebíamos en el día a día no lo era.
En copa mantenía un color granate intenso y su sedosidad era anticipada por unas lágrimas gruesas que caían lentamente. Al olerlo, lo primero que salió a relucir, luego de que se fuera la nota medicinal, fue un ramillete de aromas que recordaban una tarde de pastelería en la casa de mi abuela: vainilla, frutos rojos en mermelada, bizcochitos de frutos secos con almíbar y algo de sotobosque. En boca se presentó como el epítome del equilibrio y su persistencia me permitió contar más de una caudalia.

Caté una, dos y tres veces y a la tercera me sumí en profunda reflexión. Recordé que los romanos acomodados bebían solamente vinos añejos y que los jóvenes eran para las clases menos favorecidas. El fervor de los romanos por los vinos con largas crianzas llegaba hasta tal punto que, en una ocasión, para sorprender al emperador Calígula, le sirvieron un Falernian (vino blanco que se hacía en el sur de Italia) con 160 años de edad.
En presencia de este vino y, sobre todo, consciente de lo sospechosamente bien que me estaba cayendo, no pude evitar pensar que mucho de lo que bebemos en nuestro día a día (excepto aquellos vinos que por su naturaleza y manera de elaboración, se pueden y deben beber jóvenes) no son más que infanticidios enológicos que le hacen mucho mal a mi mucosa gástrica.
En otras palabras, entendí por qué el vino no puede ser un producto masivo y por qué lo que nos venden en las estanterías de los supermercados dista mucho de ser aquel líquido suntuoso y dócil del que se enamoraron nuestros antepasados greco-romanos. Una realidad muy lamentable sobre todo si consideramos que no se trata de dejar envejecer cualquier vino, sino que son pocos los ejemplares que tienen la genética, por decirlo de alguna manera, de envejecer con esa gracia con la que lo hace Don Melchor y otros pocos de su clase.
Fotos: Alcachofas con ibérico, Don Melchor y paté de hongos.
En cuanto al maridaje, porque eso sí, el vino se disfruta mejor con comida, la cómplice cocina de Pajares Salinas nos mandó, en este mismo orden: una ración de sus inigualables albóndigas; un paté de hongos, plato nuevo en su carta; unas alcachofas asadas con ibérico y unas mollejas con demi-glace. Todo esto con sendas canastas de panecillos de masa madre y mantequilla batida. Una velada sin duda excepcional.














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